miércoles, 7 de enero de 2015

Camarote.

Duermo. Y fuera atruena el viento con sus dedos rozando la tierra. Lanzando como látigos sus aullidos contra los muros del enorme edificio en el que mis pensamientos se velan. Las olas de hierba, enanas vibraciones entre hojas verdes, parece que muevan el edificio entero, como un barco al dominio y merced de los elementos que le rodean. Entre duermevela y realidad, los ojos atisban a captar alguna imagen, el cielo gris, los mares moviéndose, la lluvia cayendo a borbotones por el paisaje. Todo sugiere para comenzar a soñar durante veinte minutos más mientras el sol comienza alzar su luz por detrás de las nubes, abrazando el manto de nubes y proyecto su brillante sombra sobre el terreno.
En mi camarote, desde la cama contemplo los grandes ventanales, observo el viento y lo siento, cómo se mueve y danza, cómo viene en oleadas hacia mí, cómo golpea el edificio, veo su color verde grisáceo arrastrando bocanadas de polvo, de palabras. Cómo pesa en mi y me impide levantarme de la cama, aplastando mis huesos contra las sábanas cada vez que silba con su boca diametralmente grave sobre mis oídos, como una prensa de relajación, como una voz clamando que cierre mis ojos despacio y me concentre en mí mismo.
El viento me lleva hasta un lugar usualmente conocido, a un día en concreto de mi pasado. Recuerdo el olor de lavanda, las manos de mi madre pasando por encima de las plantas e invitándonos a oler. Recuerdo el olor, como una espuma azul adentrándose en mi cabeza. Las murallas de montaña a lo lejos, cubiertas por la marea de nubes entre gris y azul oscuro que amenazaban con lanzar la más suave tormenta sobre los campos de plantas azules, amarillas y verdes. Y observo al pie de los parapetos abulenses cómo se cierne el manto de agua sobre nuestras cabezas.
Me transporta después hasta las orillas de los lagos del Paraguay. Solo igualmente, sin sonidos a mi alrededor, ni el agua chocando contra las playas. Lo único que me llega es el azul del cielo y el agua, y el sol apareciendo entre las nubes, lanzando reflejos a diestra y siniestra, colándose hacia la superficie como si la pupila celeste se tratase de un folio agujereado bajo la luz de la lámpara.
Y ya no duermo, despertando en mi camarote, levantándome y dejando atrás el calor de la cama. Desapareciendo por la puerta, para no escuchar, entre luces artificiales, amarillas y blancas, cómo las olas se estrellan sobre mi camarote, para perder el sueño buscando blancos ballenatos entre lluvia, bicicletas y cotidianeidad.